Hace años me preguntaron:
¿Cuáles son tus pasiones? Mi mente se quedó en blanco sin saber qué responder.
Supongo que me encontraba en mitad de una vorágine de sensaciones y un
torbellino de emociones llamado adolescencia. Hoy en día tengo claras mis
prioridades y mis sueños. Por eso, cuando me preguntaron hace unos días qué era
para mí viajar, lo tuve claro.
Viajar es, hoy en día, mi
vida, mi pasión. Pero reconozco que existen dos tipos de viajes que me
embelesan. Uno de ellos es el viaje a través de mundos físicos, a través de
veredas desconocidas mientras las viejas ideas forjadas a fuego se van
difuminando de la mente. El otro tipo de viaje es el de los paisajes
fantásticos, los recorridos de la mente a través de un buen libro.
Hoy soy yo la que se
pregunta: ¿Qué significa viajar? Y no dudo ni un segundo en responder: “Viajar
es vivir”. No concibo lo uno sin lo otro. Viajar es aprender,
comprender. Es conocer situaciones, es vivir experiencias. Es sentir en tu
propia piel la existencia de miles de personas que viven o sobreviven sin nada
más que su estado de ánimo.
Viajar es liberarse de las
cadenas, es salir de la zona de confort para enfrentarse a situaciones
diferentes, es jugársela a todo o nada. Es aventurarse por caminos tortuosos,
es tomar riesgos y no arrepentirse de las decisiones.
Viajar es liberarse de los
juicios, es empatizar con el de al lado. Es solidarizarse con la situación del
vecino y es encontrar el significado de la palabra tolerancia. Viajar es superar los
miedos, es desafiar temores, es bucear con tiburones. Es subir la montaña con
esfuerzo para disfrutar de la cumbre y de las vistas.
Viajar es encontrar la
fuerza dentro de nosotros mismos, el impulso diario por mejorar. Viajar es la
ambición de recorrernos una y otra vez para perfeccionar cada parte de nosotros
que no nos reconforta.
Viajar es encontrarse con
la paz que habita dentro, es descubrir la grandeza de las cosas diminutas y la
perfección en lo cotidiano. Viajar es, también,
apreciar el día a día, disfrutar de tu lugar de origen con ojos nuevos y con la
esperanza renaciendo.
He recorrido las ruinas
del Imperio Jemer, me he sorprendido al encontrar la Torre Eiffel, me he
perdido por playas paradisíacas, he visitado monasterios budistas y he paseado
por los pasillos del Vaticano. He subido a lomos de un elefante al amanecer, he
hablado con gurús y con soldados alemanes. He bailado samba en las playas de
Brasil y he reflexionado en campos de concentración.
Viajar me ha permitido
conocer el lado perverso del ser humano. Tras ver ciudades reconstruidas
después de un bombardeo, países con minas antipersonas, mutilados pidiendo en
la calle o la pobreza más extrema tras una guerra civil me he preguntado ¿dónde
está la humanidad? ¿dónde queda?
Pero en los pocos segundos
que esa pregunta ha rondado mi cabeza he descubierto manos solidarias, personas
trabajando por el bien común de una comunidad o de un país sin recibir a cambio
más que sonrisas, he visto niños huérfanos retomando su vida y saliendo de la
calle ayudados por desconocidos. He mirado a mi alrededor y me he topado con
personas reales, cercanas, amables, dispuestas a ayudar bajo cualquier
pretexto.
Viajar me ha llenado de
esperanza y ha hecho cierta la frase “Una bomba hace más ruido que una caricia,
pero por cada bomba que destruya hay millones de caricias que alimentan a la
vida”.
Alimentemos nuestra vida
viajando, disfrutemos de cada sorbo de felicidad y de cada reflexión que el
viaje nos ponga en el camino. Vivamos apreciando lo que tenemos y huyamos del
temor a los demás. Así y sólo así apreciaremos, desde el interior, la humanidad
que el mundo nos brinda.
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