6/5/14

Viajar es vivir




Hace años me preguntaron: ¿Cuáles son tus pasiones? Mi mente se quedó en blanco sin saber qué responder. Supongo que me encontraba en mitad de una vorágine de sensaciones y un torbellino de emociones llamado adolescencia. Hoy en día tengo claras mis prioridades y mis sueños. Por eso, cuando me preguntaron hace unos días qué era para mí viajar, lo tuve claro.

Viajar es, hoy en día, mi vida, mi pasión. Pero reconozco que existen dos tipos de viajes que me embelesan. Uno de ellos es el viaje a través de mundos físicos, a través de veredas desconocidas mientras las viejas ideas forjadas a fuego se van difuminando de la mente. El otro tipo de viaje es el de los paisajes fantásticos, los recorridos de la mente a través de un buen libro.





Hoy soy yo la que se pregunta: ¿Qué significa viajar? Y no dudo ni un segundo en responder: “Viajar es vivir”. No concibo lo uno sin lo otro. Viajar es aprender, comprender. Es conocer situaciones, es vivir experiencias. Es sentir en tu propia piel la existencia de miles de personas que viven o sobreviven sin nada más que su estado de ánimo.

Viajar es liberarse de las cadenas, es salir de la zona de confort para enfrentarse a situaciones diferentes, es jugársela a todo o nada. Es aventurarse por caminos tortuosos, es tomar riesgos y no arrepentirse de las decisiones.



Viajar es liberarse de los juicios, es empatizar con el de al lado. Es solidarizarse con la situación del vecino y es encontrar el significado de la palabra tolerancia. Viajar es superar los miedos, es desafiar temores, es bucear con tiburones. Es subir la montaña con esfuerzo para disfrutar de la cumbre y de las vistas.



Viajar es encontrar la fuerza dentro de nosotros mismos, el impulso diario por mejorar. Viajar es la ambición de recorrernos una y otra vez para perfeccionar cada parte de nosotros que no nos reconforta.

Viajar es encontrarse con la paz que habita dentro, es descubrir la grandeza de las cosas diminutas y la perfección en lo cotidiano. Viajar es, también, apreciar el día a día, disfrutar de tu lugar de origen con ojos nuevos y con la esperanza renaciendo.



He recorrido las ruinas del Imperio Jemer, me he sorprendido al encontrar la Torre Eiffel, me he perdido por playas paradisíacas, he visitado monasterios budistas y he paseado por los pasillos del Vaticano. He subido a lomos de un elefante al amanecer, he hablado con gurús y con soldados alemanes. He bailado samba en las playas de Brasil y he reflexionado en campos de concentración.

Viajar me ha permitido conocer el lado perverso del ser humano. Tras ver ciudades reconstruidas después de un bombardeo, países con minas antipersonas, mutilados pidiendo en la calle o la pobreza más extrema tras una guerra civil me he preguntado ¿dónde está la humanidad? ¿dónde queda?



Pero en los pocos segundos que esa pregunta ha rondado mi cabeza he descubierto manos solidarias, personas trabajando por el bien común de una comunidad o de un país sin recibir a cambio más que sonrisas, he visto niños huérfanos retomando su vida y saliendo de la calle ayudados por desconocidos. He mirado a mi alrededor y me he topado con personas reales, cercanas, amables, dispuestas a ayudar bajo cualquier pretexto.

Viajar me ha llenado de esperanza y ha hecho cierta la frase “Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruya hay millones de caricias que alimentan a la vida”.




Alimentemos nuestra vida viajando, disfrutemos de cada sorbo de felicidad y de cada reflexión que el viaje nos ponga en el camino. Vivamos apreciando lo que tenemos y huyamos del temor a los demás. Así y sólo así apreciaremos, desde el interior, la humanidad que el mundo nos brinda.

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