Allá donde el asfalto
languidece. Donde aparece un cartel con el nombre de un pueblo escrito en
diminutivo, creándote la duda de si será más grande de lo que los que lo
fundaron querían y se habrá quedado entonces obsoleto su nombre, o será, lo que
vulgarmente se dice, un “pueblucho”, que son los sitios donde a mí me gusta ir.
Uno
de mis hobbies es conducir e ir parando en los pueblos que se van cruzando por
mi camino. También en esos que tengo que buscarlos yo, arrepintiéndome de ello
a mitad de trayecto la mayoría de las veces, por el estado de sus vías de
acceso (llamarlas “carreteras” es una quimera). Nada más pisar un pueblo de esos, te sientes como el protagonista de aquella película que se cuela en una fiesta de máscaras. Él también lleva una, pero lejos de pasar desapercibido, todos le reconocen al instante.
Esto quiere decir que entras al pueblo y la gente te mira de tal forma que te hace pensar que en cualquier momento van a sacar
una escopeta (pero esa gente, puede cambiar la expresión de su rostro desde la
más absoluta hostilidad hasta el clímax de la amabilidad, en cuestión de
segundos). Miradas que te hacen preguntarte a ti misma quién eres. Pero, ¿qué se esconde detrás de esas miradas? (a
veces lo de detrás, es literal, puesto que te miran desde una ventana dispuesta
de un práctico visillo, capaz de dejar al descubierto solamente la parte del
rostro que necesitan para ver. Eso que tan bien imita el humorista José Mota y
que no crees que sea real hasta que lo compruebas por ti misma). Detrás de esas
miradas, se puede esconder.
-Miedo (¿quién es? Me va a
robar)
-Recelo
(¿quién es? Me va a robar y a vender algo)
-Enfado
(¿será la nieta de esta paisana con la que me salgo todas las noches a hablar,
que ha venido de Madrid y no me ha dicho que venía?)
-Esperanza
(¿quién es? Espero que se quede y le dé vida al pueblo)
Una adopta muchos
roles mientras va caminando por las calles de esos pueblos y captando las
miradas de sus lugareños. Puedes ser vendedora de algo, ladrona, la nieta de
algún vecino, una maestra interina que se alojará ahí un tiempo, una periodista
que ha venido a grabar la vida en esa aldea porque recuerdas que hay un
programa en algún canal de televisión que trata de eso, etc. Cualquier cosa,
menos una chica a la que le gusta conducir y conocer sitios autóctonos, puros,
que no hayan sido ensuciados con la apertura de algún Burger King, o McDonald´s,
o cualquier otra cadena de establecimientos. Donde poder tomarte una Mahou
gigante porque tamaño normal no tienen – y lo mismo sucede con el resto de
refrescos.
Donde entras a un
bar y pillas a los dueños desprevenidos, haciendo su vida, y de repente se
sienten avergonzados y te colman de atenciones. Mandan a algún chavalín a que
encienda alguna luz y se ponen a funcionar. Entonces pasa un rato y te sacan
una bebida que parece que ha sido agrandada por los extremos con el Word y con
ella, varias tapas (¡varias!).
Esos
pueblos donde parece que los niños (si hay) no se dedican a otra cosa más que a jugar a la
pelota y donde no hay cobertura nunca, así que lo único que puedes hacer con el
móvil es llamar al 112. No hay cabida para el WhatsApp, ni la subida de fotos y
estados sobre lo que estás haciendo a las redes sociales, de modo que no te
queda más remedio que disfrutar del lugar y de la compañía. Donde vas paseando
y encuentras tiendas de los veinte duros y mercerías con nombres típicos
españoles, en las que venden pijamas normales, no esos tan cursis de hoy en día
(¿Por qué hay tantos pijamas así? ¿La calidad del sueño disminuye si no llevas
puesto un estampado de corazones brillantes y diferentes animales que derrochan
amor a su alrededor? Tiran besos al aire y no se sabe a qué o a quién, como
criaturas enajenadas o personajes que ejercen la prostitución en la vía pública).
Esos pueblos donde parece que estás en los años noventa y que en cualquier
momento vas a encontrar un cartel de un concierto de Marta Sánchez con la cara
regordeta y las cejas sin depilar.
Esos
pueblos, sin coñazos turísticos, es donde me gusta ir a mí.
Consu Hontanaya.
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