Al volver de vacaciones, después de un mes fuera de Nepal, el país parecía distinto. Mejor dicho, era distinto. El monzón había desaparecido llevándose los cielos nublados consigo y la claridad era más que evidente. En esa claridad y a lo lejos, se podía ver la cordillera del Himalaya entre los edificios semi construidos de Katmandú.
No podría explicar con palabras la sensación de inmensidad y de conexión completa con la naturaleza que sentí cuando vi las montañas por primera vez. Diez de las catorce cimas de más de 8000 metros que hay a lo largo y ancho del mundo se encuentran en la cordillera del Himalaya. Desde Katmandú se pueden ver algunas de ellas pero nada comparado con perderse por alguna montaña y divisarlas desde allí. Parecen espejismos, dibujos en mitad del cielo.
La despedida se está haciendo dura. Una cuenta atrás con igual número de sensaciones agrias y dulces. Agradecida por las cosas aprendidas, pero con el miedo del que se enfrenta a lo desconocido de nuevo. El empezar de cero en mi país no debería resultar difícil después de lo vivido, pero parece más complicado que nunca. Con las cifras de parados aumentando y las empresas cerrando, vivir en España parece más una quimera que una realidad. Y digo vivir, que no sobrevivir.
Por eso aprovecho los momentos de quietud, la sensación de tener el mundo a mis pies que experimento cuando hago pequeños trekkings por las montañas con la cima del mundo delante de mis narices. Y es que la vida no es otra cosa que eso: vivir el presente, dejar los combates con uno mismo a un lado y disfrutar de cada uno de los pequeños momentos de forma plena y sin miramientos.
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